El proyecto de acto legislativo que reforma el régimen de control fiscal da origen a tantos riesgos, que solo merece ser archivado.
En un país en el cual el ciclo noticioso es intenso, resulta difícil que la opinión se fije en temas que en otras sociedades serían motivo de un gran debate. Un ejemplo de esa afirmación es lo que está sucediendo en el Congreso, en donde avanza un proyecto de acto legislativo “por medio del cual se reforma el régimen del control fiscal”, a cargo de la Contraloría General y un puñado de entes regionales.
El texto en cuestión les mete mano a los artículos 267, 268, 271, 272 y 274 de la Constitución Nacional. A juzgar por lo sucedido hasta ahora, es muy probable que el trámite concluya en la presente legislatura, pues parlamentarios de diversos pelambres le han dado su respaldo, a pesar de que en las últimas semanas empezaron a oírse varias voces disidentes.
La iniciativa no es de orden menor. Después de que en la Constituyente del 1991 se decidió que uno de los pilares de la carta política sería el control posterior, se quiere introducir la figura del control concomitante y preventivo.
Aunque habría reglas para evitar que este opere en todos los casos y se usarían las tecnologías de información, quienes saben del asunto sostienen que volveríamos al pasado. El riesgo es que aparezca una talanquera más que haga todavía más compleja la ejecución de proyectos de gran envergadura en Colombia, para no hablar del posible uso político de esa facultad.
No menos importante es el otorgamiento de función jurisdiccional a las contralorías para imponer y hacer efectiva la responsabilidad fiscal. Lo anterior quiere decir que estas tendrían la facultad de determinar multas y cobrarlas, volviéndose órgano de cierre. Dicho de otra manera, la misma entidad que hace la auditoría de un proyecto y fija una suma por un supuesto daño al patrimonio público -un ejercicio subjetivo- tendría el garrote en la otra mano.
Semejante posibilidad debería disparar las alarmas de cualquier ciudadano sensato. Es ampliamente conocido que las contralorías forman parte del juego de cuotas y repartimiento del poder nacional y regional, a cargo de diferentes bancadas. Imaginar que funcionarios de menor nivel que llegan a su cargo por cuenta de una cuota electoral puedan quebrar, literalmente hablando, a una persona que, en su concepto, se equivocó, es un peligro enorme. Eso para no hablar de que ese poder se presta para chantajes y corrupción.
Y hay otras “perlas” en la lista. Una de las zanahorias más costosas para el erario es que en un parágrafo transitorio se establece que “la asignación básica mensual de los servidores de la Contraloría (…) y su planta será equiparada a los de los empleos equivalentes de otros órganos de control de nivel nacional”. Lo que no se cuenta es que los beneficios prestacionales existentes son considerables, con lo cual la propuesta va a disparar los costos de funcionamiento.
Debido a ello, los desembolsos del erario serán mayores. Ese es uno de los motivos por los cuales el parágrafo establece que a lo largo de los tres próximos ejercicios presupuestales las asignaciones de la institución se van a duplicar, de alrededor de 600.000 millones de pesos de hoy, a más de un billón.
Por todo lo anterior, el proyecto de acto de legislativo bien podría calificarse de escandaloso. ¿Cómo explicar que solo unas pocas voces hayan hablado en contra? Vale la pena escuchar los rumores sobre las prácticas del contralor Carlos Felipe Córdoba. En voz baja se habla de la entrega de cuotas a varias colectividades, aparte de la idea de crear múltiples contralorías delegadas y unas cuantas unidades más.
En una declaración reciente, el funcionario dijo que la suya no es una “asustaduría” sino una “frustraduría”. Y es verdad. Lo frustrante es que el Congreso le haga juego a una idea absurda, onerosa y peligrosa, que merece un entierro de tercera categoría.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
@ravilapinto
Tomado de El Portafolio