La política energética de Colombia debe crear primero valor económico antes que entrar en un proceso para descarbonizar a ultranza.
umplir los compromisos internacionales de descarbonización comprometería el crecimiento de la economía colombiana.
En 2019, nuestro consumo de energía primaria fue 0,32% del total mundial, la mitad de nuestra participación en la población del planeta (0,65%). Ese mismo año, nuestras emisiones fueron de 1,74 toneladas de CO2 por habitante, mientras que las de Suecia, Alemania y España fueron de 4.45, 8,52 y 5,58 ton CO2/hab., respectivamente.
Somos magros en energía y emisiones porque venimos de una estructura productiva modesta y no de una economía postindustrial. Asumamos que el PIB crecerá al 4% anual durante la próxima década. La intensidad de pesos equivalente con respecto al PIB en Colombia es 0,12 ton $/1000 USD.
Supongamos también que en una década esta intensidad se reducirá a 0,08 ton $/1.000 US$. Este es un nivel similar al de Suecia en 2019, país que se encuentra en la parte descendente de la curva ambiental de Kuznets (U invertida; PIB/hab contra daños ambientales).
Con estos datos, el PIB pasaría de US$265 mil millones a US$ 392 mil millones, y las emisiones de 291 millones de toneladas de CO2 equivalente a 313 millones toneladas de CO2 equivalente.
En 10 años, el PIB aumentaría 48% con un aumento modesto de las emisiones (7,4%), lo que equivale a un transformación productiva y social de velocidad equivalente a la de observada en Suecia.
El gobierno nacional anunció en diciembre de 2020 que Colombia se comprometió a reducir en 2030 el 51% de las emisiones de 2020 (llegar a 169 millones de toneladas de CO2 equivalente).
Las actividades AFOLU (agricultura, silvicultura y otros usos de la tierra) responden por el 55% de las emisiones, y la producción y uso de la energía responde por el 35%.
La diferencia entre aumentar las emisiones en 7.4% (algo muy difícil de lograr: equivale a ‘ponerle conejo’ a la curva de Kuznets) y reducir 51% propuesto por el gobierno, exigiría en la década siguiente, y con la siguiente prioridad: (i) eliminar totalmente la deforestación y modernizar totalmente los modelos agropecuarios; (ii) que alguien financie y subsidie los sobrecosto de la adopción universal de vehículos eléctricos y de reconvertir activos aún eficientes; (iii) multiplicar por 10 la inversión en I+D como porcentaje del PIB y alcanzar el promedio de la OCDE (2,4% anual) para impulsar una reconversión tecnológica y modelos de negocio digitalizados; y (iii) que alguien financie y subsidie instalaciones masivas de secuestro de CO2, o que nos pague por dejar nuestros recursos minerales en el subsuelo.
Ante la dificultad de avanzar sustancialmente en alguno de estos frentes, un gobierno tiene dos tentaciones para crear reputación verde.
La primera es endeudarse para financiar proyectos de reconversión de transporte e industria con costos superiores a los beneficios. La segunda es promover un exceso de oferta de energías renovables no convencionales en el mercado eléctrico, ‘encallando’ inversiones todavía funcionales. En ambos casos se reduciría la tasa del crecimiento del PIB.
Bajar las emisiones en 51% en una década equivale a bajar las calorías de la dieta de la primera infancia para disminuir el promedio de sobrepeso de la población. Colombia no tiene papada energética, sino la panza medio llena con gases por mal uso del suelo. La política energética de Colombia debe crear valor económico antes que descarbonizar a ultranza.
Juan Benavides
Investigador Asociado de Fedesarrollo
Tomado de Portafolio