Al cerrar el siglo veinte se trazó una ruta, teóricamente más expedita hacia el desarrollo de todas las naciones del mundo y que fue definida bajo la idea y conceptualización de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (2000-2015). Infortunadamente dicha ruta se truncó y no se obtuvo un resultado notable al terminar el ciclo propuesto.
Posterior a esa improductiva experiencia, se alcanzó un consenso superior para sacar adelante nuevas metas que esta vez serían clasificadas como Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y que, a diferencia de la anterior estrategia, se había logrado sobre la base de una verdadera aquiescencia, diversificada a partir de objetivos específicos para cada uno de los aspectos abordados. Así, se trazaron 17 grandes metas y se asignó la octava posición a la relacionada con el tema del empleo y el desarrollo económico.
Dentro de los objetivos específicos (targets) se plantearon aspectos tales como sostener el crecimiento (7% anual como mínimo en los países menos adelantados); incrementar la productividad, mediante la diversificación, la actualización tecnológica y la innovación; promover políticas orientadas al desarrollo que apoyen las actividades productivas, la creación de empleo decente, el espíritu empresarial, la creatividad y la innovación, y alienten la formalización, y el crecimiento de las pequeñas y medianas empresas.
Además de ello, se propuso mejorar progresivamente la eficiencia global de los recursos; lograr empleo pleno y productivo, y trabajo decente para hombres y mujeres por igual; la erradicación del trabajo forzado; la protección de los derechos laborales; y aumentar el apoyo de la ayuda para el comercio a los países en desarrollo, en particular a los menos adelantados, entre otros objetivos específicos por conseguir. La lista de metas por alcanzar en esta tercera década del siglo 21 es realmente ambiciosa.
Hacia finales de 2019, si bien se había logrado avanzar en diversos ámbitos relativos con los niveles de empleo a nivel global, el panorama resultaba poco favorable y el mundo no encontraba aún el camino para la obtención de estos logros presupuestados desde hace cinco años al interior del Sistema de Naciones Unidas.
Así, aunque se habían presentado algunos avances, tales como la reducción de un punto porcentual en la tasa global de desempleo en los últimos quince años, y la inserción gradual de la mujer en la materia, la realidad mostraba una tasa de informalidad global de 60% para 2018 y una brecha salarial de género de 23%, en la que, de mantenerse la tendencia, solo hasta dentro de 70 años se podría hablar de equidad en tales condiciones.
De acuerdo con la ONU, en 2019 la tasa de desempleo mundial se situó en 5%. El desempleo de ese año fue particularmente generalizado en el norte de África y Asia occidental, donde 11% de la población activa estaba desempleada y la tasa de desocupación de las mujeres fue 9 puntos porcentuales más alta que la de los hombres.
Pero el problema apenas emerge. Con los efectos de la pandemia, se pronostica un efecto demoledor que arruinará lo alcanzado, retrasará al mundo notablemente en su deseo de obtener lo que se halla contenido en el octavo ODS, y disparará la desocupación global a cifras inéditas. Sin embargo, el aumento desproporcionado del desempleo mundial durante 2020 dependerá de la eficacia con la que las medidas políticas preserven los empleos existentes y aumenten la demanda laboral una vez se afiance esta fase de recuperación.
En la era de la covid-19, la seguridad y salud en el ámbito laboral, un aspecto central del trabajo decente, es más importante que nunca. La dificultad radica en que no están dadas las condiciones para ello y, por el contrario, en muchos contextos se han perdido. Es lamentable, pero como sociedad internacional no lo vamos a lograr. El octavo reto de los ODS se quedará en el papel, como muchas otras de las metas trazadas a 2030.
Tomado de La República